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17 de septiembre de 2015

EL CENTRO Y LA PERIFERIA

Dios es un ser armónico. Insufló un alma viva en el hombre a su propia imagen y dispuso las estrellas en una bella armonía, ordenando sus trayectorias, movimientos e influencias. Así, el hombre, que es un ser constituido por Dios a su imagen, esto es, que se halla armónicamente constituido, pudo descubrir y cultivar la música. Si el hombre posee es capaz de cultivar este arte -el arte de la armonía musical- y estos dones -los de la especulación y la creación, la interpretación y la escucha de la música- es porque proceden de Dios. Pero para que el cultivo del arte musical sea el que Dios espera del hombre, debe este permanecer atento a la disposición de las estrellas en el firmamento, pues sus variadas figuras, conjunciones y medidas conforman una armonía   -la armonía de las esferas- más próxima que el hombre a la música suprema, la que cantan los coros angélicos.
Andreas Werckmeister (1645-1706)
Pero no solo debe atender el hombre a la armonía de las esferas. El rastro de aquellas armonías, la huella de la suprema Armonía, se encuentra por doquier. Pues En todas las cosas reposa una canción. (Schläft ein Lied in allen Dingen)
Joseph von Eichendorff (1788-1857)
Sigo divagando en torno a las relaciones entre las armonías sublunares, las cósmicas y las divinas. Entre la música humana e instrumental, la música de las esferas y la música que los ángeles cantan en torno a Dios. Una manera perdida de ver el mundo se manifiesta en estas ideas, teñidas de misticismo, de visión esotérica, es decir, de misterio. Un modo en que la astronomía, la cosmología, las matemáticas y la música se dan la mano para encantar al mundo, Para llenarlo de poesía. Para intuir imaginativa e intelectualmente una profunda verdad.
La verdad, ciertamente, se hallá más allá de las figuras de esferas superpuestas y de divinas periferias que hemos visto representadas en las obras de tantos autores medievales y renacentistas, e incluso en las de algunos modernos. Hace mal quien se toma las ilustraciones gráficas al pie de la letra. Más bien es preciso atender a ellas como símbolos, esto es, como apariencias visibles y entendibles de realidades invisibles e ininteligibles.  Es preciso ser también comprensivos con la imperfección de esos esfuerzos. ¿Cómo hacer visible la tremenda pequeñez del hombre y de la Tierra si a ellos en cambio los visualizamos como centro de la creación? ¿Cómo no errar al imaginar a Dios como periferia sin al mismo tiempo poder representarlo como centro de todo lo creado?
Al margen de todo ello, la verdad es que a mí, como a la generalidad de las personas de temperamento platónico, neoplatónico, plotínico, aeropagítico o místico, la conmovedora ingenuidad de estas ilustraciones nos alcanza con mucha fuerza. Nos insinúa lo que se esconde en el misterio del mundo. Si, además de neoplatónicos y afectos a la espiritualidad mística, somos amantes de la música, nos dirán también de las armonías naturales como reflejo de las divinas  y de la música como instrumento para que el hombre se adentre en el ámbito espiritual de las esferas.
Lo dice Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825):
 Elevada  a su más alto grado de perfección, formando una especie de vínculo analógico entre lo visible y lo inteligible, la música representa un medio sencillo de comunicación entre ambos mundos. Fue un lenguaje intelectual el aplicado a las abstracciones metafísicas, y gracias a ellas fueron conocidas las leyes armónicas.
                                                              Lino Althaner
Jesús Miravalles Gil